jueves, 3 de noviembre de 2011

La violencia en las paredes (un comienzo).

Gabriel Vulpara

Hablando a las paredes, se interesan algunas personas. Es seguro que las paredes, en lo que se llama un asilo, el asilo clínico, las paredes, a pesar de todo, no son poca cosa.
Jacques Lacan – Hablo a las paredes
Hay que forjar lo nuevo, y nos esforzaremos en hacerlo.
Jacques-Alain Miller – El ser y el Uno

La violencia, y no la palabra, se muestra una constante en eso que de algún modo se quiere que sea salud mental comunitaria. Y el analista, con semblante de psicólogo y el mandato del Amo insistiendo detrás, se mete en la villa, el campito, la pobreza… Aunque allí las palabras sobran (¡faltan!), y -claro- no hay un Otro: allí -desde adentro y desde afuera- se busca eximir la responsabilidad subjetiva y hacer del pasaje al acto la transacción con la cotidianeidad.
Hace poco más de seis meses, F se presenta en la unidad sanitaria pidiendo ver al “psicólogo petisito, porque me dijeron que ese no es careta”. Situación, entonces, del semblante sin careta. La postura de F es desafiante, su imagen busca la intimidación; entra al consultorio y dice “Me mandan del Esteves, ¿ud. me va a curar?” (“me mandan ¿me cura?”: ¿esa es, de lo simbólico, la función hoy morfoseada?) La mención del neuropsiquiátrico zonal me permite dirigirme a su dicho sin responderle. Y F explica que estuvo internado hasta hace unos días “porque creen que estoy loquito”.
Su internación fue a causa de un episodio del que F puede dar cuenta sólo parcialmente. Cuando mataron a su amigo de la infancia Totó, atacó, golpeó a “dos de los pibes de la otra cuadra”: “me desesperé cuando lo vi muerto, todo ensangrentado, no sé qué pensé, no pensé en nada. Me di vuelta, estaba muy sacado. Dicen que gritaba como loco, pero no se entendía nada lo que decía. La cana me llevó, yo ni sabía dónde estaba. Terminé en el Esteves, dopado, no podía dejar de llorar y temblar, estuve como tres días así”. Salió del hospital con mucho enojo porque, narra, “me dejaron ahí tirado más de un mes y nadie me daba bola, nadie hablaba, siempre había uno distinto, y ni sabían quién era yo”. Cuando lo llevaban a consultorio “parecía que una máquina me hacía las preguntas, si yo preguntaba no me contestaban y eso me ponía loco”. La orden de derivación no abunda en palabras: Diag. DSM IV F23.81 (trastorno psicótico breve con desencadenante grave), se mantiene medicación, se solicita tratamiento psicoterapéutico externo. Dice F que “yo ni sé qué es eso, cuando pregunté, a la salida, me dijeron que era para que lo lea el psicólogo”. Desestimando la clasificación, le digo que es un pedido de tratamiento, pero que me parece mejor ofrecerle un lugar para hablar. Al final de esa primera entrevista pregunta “¿entonces voy a venir a hablar con vos?” Respondo que ya está viniendo, y que lo espero el martes próximo.
Ese amigo, Totó, era, en palabras de F, “un buen pibe, hablaba con todos, él hacía la diferencia porque trabajaba y no se drogaba”. Tenía una novia muy buena, amiga de F, ahora ella vive con la madre de Totó y F indica que se ocupa económicamente de ambas (“¡son buenísimas!”, exclama).
Al promediar tres meses de sesiones dedicados a narrar la vida en la villa (“ya sabés, es cualquiera, todos viven a los tiros, cada uno se la banca solo”), surge que esos chicos que él golpeó quizás no tuvieron relación con la muerte de Totó, sino que eran de un grupito de consumidores que le tenían bronca a su amigo, y envidiaban su grupo, “porque con Totó no se consumía ni se transaba, y al que le gustaba, bien, sino, se pudría todo”. Explica F: “Totó más de una vez me cagó a palos, porque yo fumaba caño, y hasta llegué a vender”, “pero sé que así está todo mal, es para problemas”. F, antes, tenía una regla: “en la villa es así: no hablás, escuchás, estás atento a todo”. Yo intervengo: “en la villa o afuera, para que te escuchen tenés que hablar”. F se ríe “ahora hablo como loco”. Respondo: “como loco no, como cuerdo”. A la siguiente sesión cuenta que le dio vergüenza y no me dijo, pero tuvo que preguntar qué es “cuerdo”, que a él sólo le sonaba a recuerdo, y que el recuerdo de su amigo le vuelve siempre. Pero que está más tranquilo porque ahora sabe que no está loco; que se fue de mambo con lo que hizo. No quiere caer en eso de nuevo, tiene dos personas para cuidar “por Totó”. Respondo exclamando “¡por el recuerdo de él, que estaba re-cuerdo!” Llora, y dice: “¡Yo me porté mal, a mí me tocaba antes que a Totó, y lo mataron a él!”.
Y en ese punto, la irrupción de la dimensión de auto que Miller[1], en 1993, elucida en todo pasaje al acto. Un auto-castigo tan presente en el pasaje al acto como ausente en él el sujeto. Ese auto-castigo que habrá sido fuera de discurso, pero que hoy en la palabra se da lugar. Palabra que la reducción a una tabulación diagnóstica y una siempre dispuesta medicación excluyen, haciendo allí violencia. F en sus golpes ciegos y mudos mató, dejó caer muerto, a ese F que se portaba mal, y al que le tocaba morir. La oportunidad de transitar aquello que de diversa suerte se sustraería en un nuevo salto, la dio lo que del análisis hace un singular en el dispositivo de salud mental universal (cuya única definición seria es la inserción social[2]). En las paredes de ese hospital que codifica sin escuchar el llanto ni el temblor, en las de un consultorio donde la máquina nada sabe del Uno, sino sólo del ser en su semblante, en las de una unidad sanitaria que no se requiere sino psicoterapéutica, el sujeto no tiene palabras ni lugar: queda fuera nuevamente, como en el pasaje al acto. Sin embargo, Lacan ya lo advirtió en su quinto seminario[3]: si no hay palabras, hay violencia. Tal vez por eso F pudo volver al consultorio y decir, en sus términos, minutos después de la segunda entrevista: “Gracias, doc, por escucharme”.
No perpetuar la violencia, sin la conducción a una terapéutica sanitarista del como todo el mundo, sino en la senda hacia lo singular del goce. Esa es la tarea. Y la apuesta. Hoy nos lleva más allá, porque el caso no termina aquí, en las palabras. Aquí empieza.
Al pasaje al acto lo enfrentó la cana; al ser lo codificó el hospital; al sujeto lo hizo surgir la escucha. Pero dice Miller, este año[4]: “ya no podemos decir que la experiencia analítica es a nivel del sujeto de la palabra”, “el sujeto es la hipótesis que se hace sobre el Uno como Real, [el Uno que] se imprime sobre el cuerpo”. Allí, desde ese cuerpo que golpea, ese cuerpo dado vuelta, sacado, dopado, tras lo que hubo de escucha, debe advenir la lectura: allí está el trabajo del analista en el siglo XXI.




[1] Miller, Jacques-Alain (1993) Jacques Lacan: Observaciones sobre su concepto de pasaje al acto, en Infortunios del acto analítico, Bs. As.: Atuel. p.48
[2] Miller, Jacques-Alain (2011) Sutilezas analíticas, Bs. As.: Paidós. P. 63.
[3] Lacan, Jacques (2000) El seminario, libro 5: Las formaciones del inconsciente, Bs.As.: Paidós. p. 228
[4] Miller, Jacques-Alain (2010-2011) El ser y el Uno; curso de la Orientación Lacaniana III, 13. Clase del 30-3-11. Inédito